Publicado el 11 de marzo de 2015
Editorial El Nuevo Día
El problema de las personas sin hogar, que se ha profundizado y va en aumento y llegando a un punto crítico, inescapablemente asociado a la crisis económica, debe constituirse en una obligación prioritaria para el Gobierno, que no puede seguir dejando la responsabilidad enteramente en manos de los grupos voluntarios.
Y es que la situación de los deambulantes, los mendigos o los sin techo no se reduce sólo un asunto estadístico de cuántos padecen la triste realidad de vivir debajo de puentes, en las calles, en edificios abandonados, en solares baldíos y más recientemente también en el interior de vehículos de motor. Mas allá de si son 20,000 ó 40,000, pues los cálculos varían, así como el presupuesto gubernamental que se necesita para atenderlos, esta cantidad considerable de seres desamparados revela las fallas de un sistema que no los toma en cuenta y son un espejo de la debacle económica que vive el país.
La advertencia de tres expertos que trabajan de cerca con esta población, el portavoz y fundador de Iniciativa Comunitaria, José Vargas Vidot, el director de Intercambios Puerto Rico, Rafael Torruella, y el director de Coalición de Coaliciones, Francisco Rodríguez Fraticelli, sobre los nuevos perfiles de los deambulantes y su proliferación a partir de 2011, pone nuevamente de manifiesto la temeraria desidia e inacción gubernamental para atender el fenómeno, lo cual debe acometerse antes de que se vuelva inmanejable.
Según dijeron los líderes comunitarios a El Nuevo Día, es notable la presencia cada vez mayor de personas en edad productiva entre los deambulantes. Destacan entre ellos los jóvenes, algunos con estudios universitarios, arrojados a la calle por sus propios padres, de miembros de la comunidad LGBTT, de muchachas embarazadas, y muchos otros que se han quedado sin familia y sin apoyo.
El grupo mayor, que asciende a un 60% de los que deambulan, según las estimaciones de los grupos no gubernamentales, termina en las calles a consecuencia de situaciones familiares o dificultades económicas. Estamos hablando de los que, al perder los ingresos, pierden toda capacidad de costear los pagos de la hipoteca o de la renta y las utilidades y piden para la comida porque el dinero no les da. Estamos hablando también de madres jefas de familia, algunas con estudios y carreras profesionales, que han perdido el trabajo y ahora llevan una vida llena de necesidades.
La tremenda ironía en todo esto es que el aumento en la población de personas sin hogar no sólo responde a la crisis económica, sino también a las políticas implantadas para atenderla. Vargas Vidot lo señaló muy acertadamente al decir que “con sus programas de sostenibilidad fiscal, los gobiernos han perdido la relación con las consecuencias sociales. No se han tomado medidas de contingencia social”.
De no tomarse dichas medidas no hay duda de que con el aumento en la deambulancia aumentan, como un efecto en cadena, los males sociales, en especial la delincuencia, que según los estudios, es lo que termina haciendo el 35% de las personas que vive prolongadamente en la calle.
Mientras la población deambulante crece y varían sus características, estas personas, hombres y mujeres, siguen siendo invisibles ante los ojos de las agencias públicas y las acciones gubernamentales apenas les alcanzan. La mayoría de los fondos para atenderles proviene de asignaciones federales, pero no es suficiente. Las agencias del gobierno tampoco han demostrado que puedan implantar planes o proyectos concretos, si es que los tienen, y sus intervenciones son esporádicas y fragmentarias.
Puerto Rico necesita una política pública coherente y llevar un papel proactivo que atienda con la seriedad que demanda el grupo creciente de personas sin comida ni techo. Hace falta una filosofía de intervención, estandarizar los servicios que ahora se brindan desorganizadamente y sumar esfuerzos a la labor que realizan las organizaciones de base comunitaria, para que tenga posibilidades la lucha contra la pobreza y la exclusión social.